Mar 192013
 

El motín contra Esquilache. (Texto de la ponencia del 20 de marzo 2013. Biblioteca Torrelaguna 18 a 20h)

José Miguel López García.
Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid.

El 23 de marzo de 1766 miles de personas se amotinaron en Madrid pidiendo la destitución del marqués de Esquilache. Veinticuatro horas después, un atemorizado Carlos III aceptaba todas las peticiones de los insurrectos y promulgaba un indulto general, para acabar huyendo esa misma noche a Aranjuez. A la hora de explicar esta escandalosa revolución, tal y como fue calificada por el embajador francés d´Ossun, el grueso de la historiografía especializada –siguiendo la teoría de la conspiración antigubernamental defendida por los propios políticos ilustrados- nos ha ofrecido la imagen de una conmoción popular cuidadosamente planificada por ciertos sectores de las clases privilegiadas, los cuales estaban descontentos con las reformas emprendidas por el gabinete del mejor alcalde de Madrid.

No obstante, pese a que los investigadores ya han expurgado el grueso del ingente corpus documental que dejó el motín en los archivos nacionales y extranjeros, no se ha encontrado ninguna fuente que pruebe de manera inequívoca la existencia de una conspiración elitista. Muy al contrario: en todos los casos se nos habla de un movimiento esencialmente plebeyo, cuya autoría sólo puede ser imputada a quiénes vivían de su salario en unas condiciones de vida miserables.

Las condiciones de vida en el Madrid borbónico

Hacia 1750, Madrid –con unos 150.000 habitantes- era la ciudad más grande de España; la mayoría del vecindario estaba conformada por inmigrantes rurales empobrecidos que habían llegado a orillas del Manzanares en pos de mejor suerte. Mas la capital a la cual llegaban esos desheredados no era El Dorado que todos esperaban, pues en ella el paro, el hambre y la inseguridad estaban a la orden del día. Estos problemas tenían su origen en las propias características del mercado laboral existente en Madrid: la capital sólo era capaz de ofrecer un número limitado de empleos en el servicio doméstico, donde trabajaba el 20 por ciento de la población, la producción manufacturera, que ocupaba a 11.000 personas diseminadas por un sinfín de pequeños talleres pertenecientes a 66 oficios, el sector de la construcción, que suministraba 10.000 empleos directos, y las actividades vinculadas a la industria alimentaria y el comercio al por menor.

A partir de 1740, la oferta de empleo tendió a estancarse, al tiempo que se intensificó el desembarco de inmigrantes provenientes del resto de la península, todo lo cual acabó provocando un aumento de la precariedad laboral y una caída en picado del poder adquisitivo de los asalariados. De resultas de esta profunda crisis, el pan, con más de medio kilo por habitante y día, afianzó su papel estelar dentro del menú de los humildes, mientras que la carne, el vino y otros alimentos básicos fueron desapareciendo de sus mesas; este deterioro dietético se vio agravado por la elevada fiscalidad municipal y real que gravaba la adquisición de los mantenimientos esenciales y los efectos de la espiral inflacionista que azotaba al reino de España. Paralelamente, el alquiler de los cuartos y las buhardillas se fue encareciendo cada vez más, lo cual tuvo efectos desastrosos para el grueso de la población, pues sólo el 3 por ciento de los vecinos tenía vivienda en propiedad. En tales circunstancias, el uso de ropas de segunda mano y el endeudamiento galopante se convirtieron en compañeros inseparables de los madrileños de a pie, no resultando infrecuente que para escapar de sus apuros económicos muchos combinaran la realización de trabajos temporales, la compra de artículos en el mercado negro y la venta ambulante, con el recurso a la mendicidad o la comisión de actividades al margen de la ley, caso del contrabando a pequeña escala, las raterías o la prostitución.

Para arrostrar esta difícil situación, los gabinetes de los primeros Borbones apostaron por incrementar el control del espacio urbano, reformando los aparatos de Estado centralizados que regían los destinos de Madrid como el Consejo de Castilla y la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, un alto tribunal que había absorbido dos siglos atrás las competencias municipales en materia de justicia, gobierno y policía. A la vez, cupo a Felipe V el dudoso honor de emprender la militarización del orden público, mediante la construcción de cuarteles destinados a albergar a las tropas y la creación de una fuerza militar suplementaria que debería auxiliar a la Sala en las tareas de vigilancia: el Cuerpo de Inválidos. Sin embargo, y a pesar de los grandes esfuerzos legislativos y financieros realizados para reprimir el crimen, la delincuencia registrada se dobló con creces; por esta razón, entre 1734 y 1746 se endurecieron las penas impuestas a los que perpetraban delitos contra la propiedad y se decidió criminalizar la pobreza, lo cual condujo a que cada vez con más frecuencia se detuviera a parados, vagabundos y a todos aquellos que por su aspecto exterior suscitasen sospechas o hubieran arribado a la ciudad sin el preceptivo pasaporte.

El motín de Semana Santa

En 1759 Carlos III llegaba a Madrid para tomar posesión del trono que su hermanastro Fernando VI había dejado vacante al morir sin descendencia. Pocos meses después se celebró una costosa ceremonia de entrada oficial, que fue sufragada mediante la recaudación de un nuevo impuesto indirecto que gravaba el consumo del vino. Así pues, desde los mismísimos inicios del nuevo reinado los madrileños sintieron en sus propios bolsillos la presencia de Carlos III y su familia, un fenómeno que se agudizaría como consecuencia de las disposiciones que en breve comenzaría a promulgar el marqués de Esquilache. En efecto, el monarca vino de Nápoles acompañado por su favorito, don Leopoldo Di Gregorio, quien había protagonizado una carrera meteórica a la sombra de la Corona, que le catapultó desde el cargo de proveedor del ejército real hasta las altas esferas de la corte napolitana. Nada más llegar a España fue nombrado ministro de Hacienda y –cuatro años después- secretario del Despacho de Guerra: ambas carteras le convertían en la piedra angular del gobierno carolino, pues desde ellas se podían acometer las reformas necesarias para incrementar los recursos financieros de la Corona y así poder mantener e incluso mejorar el papel estelar del ejército y la Armada en la defensa del imperio.

A partir de 1760, el superministro decidió emprender un ambicioso plan para transformar Madrid en una de las cortes más limpias y seguras de Occidente. Algunos de los decretos que lo escoltaron agravaron el malestar del pueblo llano, ya que si las mejoras realizadas en el alcantarillado y empedrado de las calles acabaron provocando el encarecimiento de los alquileres, la construcción del alumbrado nocturno para facilitar la lucha contra la delincuencia ocasionó la subida del aceite y el agotamiento de las velas de sebo, motivo por el cual muchos hogares humildes se quedaron a oscuras. A este endurecimiento de las condiciones de vida vino a sumarse el incremento de la presión fiscal, pues las intervenciones urbanísticas, la construcción de edificios monumentales y la financiación de diversas bodas y ceremonias reales condujeron al nacimiento de nuevas contribuciones, que indefectiblemente fueron pagadas por los pequeños consumidores y artesanos de la Villa y Corte.

Lo hasta aquí expuesto, con ser irritante, hubiera tenido un calado social menor si no se hubiese producido en medio de una de las peores crisis de subsistencia de la centuria. Durante los primeros meses de 1766 el precio del pan se dobló y como quiera que en Madrid eran muchos los trabajadores que ganaban 4 reales diarios, con dicho jornal sólo podían adquirir 3 panes: éste sí era un problema grave que no pudo ser mitigado importando trigo del Báltico, Nápoles y Sicilia, ni a través de la liberalización del comercio de granos, pues la entrada en vigor de dicha medida se pospuso en la capital por motivos de seguridad pública, lo que de hecho agravó la escasez y fomentó todavía más la especulación. En suma: Esquilache cometió el error de promover una costosa política de modernización de la Villa y Corte en un momento inoportuno, pues el aumento de los tributos que la misma ocasionó fue trasladado a unos sufridos contribuyentes sobre los cuales estaba planeando el fantasma del hambre.

Es en este delicado contexto de crisis y crispación donde debemos situar la conmoción popular que acabó con la caída del favorito: en febrero de 1766, don Leopoldo, molesto por la impunidad con la que habían actuado los embozados en las protestas acaecidas en los últimos meses, decidió desempolvar un bando que proscribía en la capital el uso de las capas largas y los sombreros redondos, so pretexto de que tales prendas dificultaban la identificación de los sospechosos; este traje español debería ser sustituido por otro militar, compuesto por una levita y un tricornio. La puesta en vigor de la medida dejó atónitos a los madrileños, pues los alguaciles, auxiliados por la tropa, multaban a quienes se negaban a que un sastre les recortara la capa. Estamos ante la gota de agua que colmó el baso de la paciencia popular, a la vez que desencadenó un movimiento más amplio de oposición antigubernamental, al que se sumaron diversos nobles, funcionarios y religiosos que también estaban molestos con el despotismo ministerial del que hacía gala ese advenedizo siciliano. De hecho, conocemos la existencia de varias conspiraciones de salón en las cuales participaron algunos representantes de las clases privilegiadas; una tenía como objetivo realizar un atentado contra Esquilache el Jueves Santo, pero la gente vil se les adelantó.

Indudablemente, el pueblo ya había llegado a la conclusión de que era necesario acabar de una vez con todos elementos que obstaculizaban su vida material; por esta razón, no sólo reivindicó la rebaja de los precios de los mantenimientos esenciales, a fin de asegurar su sacrosanto derecho a los alimentos, sino también la eliminación de los sujetos e instituciones que encarnaban la injusticia: el marqués de Esquilache, máximo responsable político y símbolo por excelencia del despotismo ministerial; la Junta de Abastos, un organismo central encargado del aprovisionamiento de los productos esenciales que consumía Madrid, cuya gestión sólo había acarreado inflación y penurias, y las Guardias Valonas, integradas por mercenarios belgas, a quienes el pueblo odiaba por haber protagonizado dos años atrás una dura carga en el Buen Retiro en la que mataron a 27 personas.

Tras apostar por la acción directa, los miembros de las cofradías, las corporaciones de oficios y las agrupaciones de majas decidieron valerse de las tradicionales movilizaciones religiosas que realizaban en Semana Santa para iniciar el motín. Desplazándose en cuadrillas desde los arrabales al centro, unas 20.000 personas realizaron hasta tres linchamientos simbólicos del enemigo público, apedreando los faroles que habían sido instalados por orden del marqués, bautizados popularmente con el nombre de Esquilaches, asediando la Casa de las Siete Chimeneas, su residencia familiar, y quemando finalmente el retrato del superministro en la Plaza Mayor, cual si de un hereje o de un convicto de lesa majestad se tratase. Mientras los oficiales de la Sala de Alcaldes y del Ayuntamiento mostraban su más absoluta impotencia para restablecer el orden, el gentío inició el asalto a los cuarteles de Inválidos, de manera que la noche del Domingo de Ramos el sistema que mantenía la seguridad pública en la corte saltó por los aires. Una vez maniatada la policía militar, sólo había un contingente capaz de interponerse entre la multitud y el monarca: los cuerpos de elite del soberano. Sin embargo, como pudo constatarse a la mañana siguiente en las inmediaciones del Arco de Palacio, cuando cerca de 50.000 personas volvieron a manifestarse al grito de ¡muera Esquilache!, el carácter patriótico y católico que formalmente adquirió la acción colectiva hizo que los soldados de las denominadas Guardias Españolas desistieran a la hora de cargar contra una tumulto que además encabezaban mujeres y niños. Y en lo que respecta a los temibles valones, fueron atacados con tal resolución y rabia que –tras sufrir algunas bajas- debieron batirse en retirada. Así las cosas, la precipitada decisión del soberano de enviar a un grupo de aristócratas a la Plaza Mayor para que en su nombre concediera a los alborotadores cuantas peticiones económicas hiciesen, lejos de apaciguar los ánimos, los caldeó todavía más, pues los madrileños interpretaron tal gesto como una nueva ofensa a su dignidad: ellos no eran unos viles y prosaicos traidores, sino leales súbditos que pretendían negociar con Carlos III una salida política al conflicto, que pasaba ineluctablemente por la destitución y el destierro de Esquilache, el fin de la Junta de Abastos y la retirada de los valones, a todo cual debería unirse el nombramiento de un ministro español, la minoración de los precios del pan, el tocino, el aceite y el jabón, así como la derogación del decreto que prohibía el uso de la capa larga y el sombrero redondo.

La tarde del Lunes Santo el triunfo popular fue completo: miles de personas tuvieron ocasión de asistir a la capitulación pública de un espantado monarca, quien desde uno de los balcones del Palacio Real les concedió cuanto pedían y la amnistía general de todos los excesos cometidos en el decurso de la rebelión, a la cual este solemne acto dotó de una mayor legitimidad. Pero la huida relámpago que protagonizó Carlos III esa misma noche volvió a encrespar los ánimos, al agravar la crisis de credibilidad en que se encontraba inmersa la palabra del rey, pues esa fulgurante escapada hacía presagiar que no cumpliría lo prometido. Este es el motivo por el cual el motín se radicalizó todavía más el día 25, cuando un improvisado ejército que constituyeron los insurgentes se adueñó de la capital, tomando medidas que mostraban bien a las claras su forma de entender el buen gobierno: se repartieron raciones de pan entre los necesitados, se permitió que las mercancías entrasen en Madrid libres de impuestos a fin de facilitar su venta a un precio justo, cada cual consumió en las tabernas lo que necesitaba, las mujeres pobres internadas en la cárcel Galera fueron liberadas para constituir un disciplinado batallón cívico y el gobernador del Consejo de Castilla hizo cuanto el pueblo le pedía para tratar de solucionar la crisis. Fue necesaria una nueva confirmación pública de las concesiones hechas a la multitud para que la paz volviera a reinar en la Villa y Corte.

La tarde del Miércoles Santo, el ejército plebeyo se desmovilizó con idéntica rapidez a la que se había organizado. Tras esta marcha atrás también se escondía el temor de muchos amotinados, pues durante aquellos inolvidables días habían visto cómo algunos convecinos desafiaban a la justicia real, requisaban comidas y bebidas, liberaban a las reclusas, asaltaban cuarteles y palacios o mataban a efectivos de la soldadesca, mientras que otros habían cuestionado la suprema autoridad de la Monarquía absoluta. Un pavor aún mayor sintieron los privilegiados. La multitud no sólo había derrotado a las fuerzas del orden, compeliendo al rey a capitular públicamente y legitimar una rebelión inadmisible, sino que, al mismo tiempo, durante esos días del Juicio Final grandes y prelados fueron humillados por doquier, obligándoseles a bajar de sus coches, vestir el traje español, entregar dinero a la chusma o gritar con ella muera el favorito. Un abatido Esquilache, de camino al exilio italiano, manifestó de forma contundente la sensación de pesadumbre que embargaba a la nobleza española: después de lo sucedido, concluía, si los demás ministros no querían poner sus barbas a remojar, deberían actuar con suma rapidez, pues no se podía dejar “al Pueblo con esta superioridad”.

Las consecuencias del motín madrileño

El motín de Esquilache constituyó un hito destacado en la historia del siglo XVIII español, puesto que no sólo conmocionó el orden establecido, sino que terminó dando un fuerte impulso a las reformas que se venían desarrollando desde el advenimiento de la dinastía borbónica. Una vez superado el desconcierto inicial que creó la victoria en toda regla del pueblo llano, las autoridades emprendieron una serie de investigaciones destinadas a esclarecer sus raíces y poco tiempo después éstas arrojaron unos resultados contundentes: todo apuntaba hacia una autoría y organización populares. Dichas pesquisas fueron realizadas al unísono por la Sala, el Ayuntamiento, una fiscalía del Consejo de Castilla y la Secretaría de Estado, al tiempo que el conde de Aranda –futuro presidente del ministerio del Interior del Estado absolutista y nuevo hombre fuerte del gobierno- también se desplazó de incógnito a Madrid el 9 de abril para hacer sus propias averiguaciones. En ellas se emplearon numerosos alguaciles, espías y soplones que suministraron un sinfín de detalles acerca de los sucesos acaecidos durante aquellos días, pero, para sorpresa de los políticos ilustrados, ninguno de ellos comprometía siquiera mínimamente a un solo representante de las clases privilegiadas; mas como quiera que el protagonismo popular que aquéllas revelaban resultaba inadmisible, los aristócratas del partido español y los golillas que trabajaban en las altas esferas de la administración elaboraron una teoría conspirativa, en la cual sus más señeros enemigos, los ensenadistas y la Compañía de Jesús, devinieron en unos oscuros amotinadores que se habrían valido de la ínfima plebe para lograr su principal objetivo: derrocar al primer ministro y recuperar el favor real.

Así las cosas, el 20 de abril de 1766 el marqués de La Ensenada fue desterrado a Medina del Campo, para dejar bien claro que nadie, por encumbrada que fuese su posición social, debía tratar de sacar provecho del triunfo plebeyo y menos aún el líder de un partido nobiliario que además tenía profundos vínculos con los jesuitas. A mediados de octubre, tras un nuevo conato de motín provocado por el restablecimiento del alumbrado público y la tentativa de reintroducir el traje militar en la corte, fueron arrestados, juzgados y condenados Miguel Antonio de la Gándara y otros destacados ensenadistas; por último, después de estallar un tumulto el aniversario del motín en marzo del año siguiente, el gobierno de Carlos III decretó la expulsión de los jesuitas, sin que ni tan siquiera uno de sus miembros fuera condenado por su participación en el movimiento subversivo que derrocó a Esquilache.

Paralelamente, las autoridades con el conde de Aranda a la cabeza, impulsaron una serie de reformas destinadas a impedir que el reino volviera a padecer trastornos semejantes a los acaecidos en Madrid y otros 70 núcleos peninsulares. Entre las mismas, cabe destacar la división de la capital en 8 cuarteles y 64 distritos, que en breve serían controlados por un nuevo cargo electivo: los alcaldes de barrio. Dos meses después de concluido el motín, con objeto de elevar la eficacia de las rondas que se dedicaban a detener a los marginados, los otros chivos expiatorios del tumulto matritense, la Comisión de Vagos de la Sala de Alcaldes fue dotada de personal militar, lo cual permitió apresar en menos de 3 años al cuatro por ciento de la población total. A finales de la década siguiente, se reorganizó el sistema asistencial mediante la creación de las Diputaciones de Barrio y la Junta General de Caridad, destinadas a impedir que los asalariados empobrecidos cayeran en las garras de la delincuencia a través del reparto de ayudas puntuales y la educación de sus hijos. Por último, entre 1782 y los años inmediatamente posteriores al estallido de la Revolución Francesa, el conde de Floridablanca, que había relevado a Aranda en la cúpula gubernamental, procedió a la creación de organismos especializados en la lucha contra la subversión y el delito político, los cuales pasaron –otra novedad- a depender de la primera Secretaría de Estado: la Superintendencia General de Policía y la Comisión Reservada.

Sin embargo, las reformas emprendidas para prevenir y reprimir el crecimiento de la población marginal terminaron fracasando estrepitosamente, ya que no sirvieron para contener la marea de desheredados, frenar el pauperismo, ni para incrementar de forma sustancial la seguridad ciudadana en la capital, y menos aún para impedir el estallido de nuevos e importantes conflictos sociales, razón por la cual al Reformismo ilustrado sólo le quedó una vía para solucionar los males que aquejaban a la sociedad madrileña: conferir cada vez más atribuciones al ejército en el mantenimiento del orden público, hecho que acabó convirtiendo a la ciudad del Manzanares en el acuartelamiento más grande del imperio español.

Recuadro 1.
Los conquistadores de la Ínsula Barataria

En una relación anónima del motín contra Esquilache, su autor utilizó esta bella metáfora para describir a los protagonistas del tumulto madrileño. Con ella, no sólo enfatizó el triunfo político de aquellos dignos descendientes de Sancho Panza, sino que también hizo un juego de palabras relacionado con el abaratamiento de los productos de primera necesidad que las autoridades acababan de decretar. ¿Quiénes eran estos héroes populares? La respuesta no es fácil, pues como consecuencia de su victoria Carlos III ordenó una amnistía general y el cese inmediato de las investigaciones, lo que nos impide conocer la identidad de las cerca de 60 personas que murieron de forma violenta durante los días 23 y 24 de marzo: sólo sabemos que el 35 por ciento eran soldados y el resto civiles.

Esta laguna, empero, puede paliarse recurriendo al análisis de una lista de los heridos que ingresaron en los hospitales en el decurso de aquellas tumultuosas jornadas: el 91,6 por ciento eran varones solteros, con domicilio fijo y una media de edad 28,7 años. La mayoría se ganaba la vida trabajando a cambio de un jornal: cerca del 40 por ciento eran criados, 1 de cada 4 se dedicaba a la producción manufacturera, desempeñando los oficios más comunes, caso de los sastres, zapateros o albañiles, el 15,5 por ciento pertenecía a los diversos ramos de la alimentación y la hostelería, y un porcentaje similar correspondía a soldados. El 8,3 por ciento restante estaba integrado por mujeres, si bien su peso está infravalorado en la muestra, toda vez que aquéllas constituyeron uno de los elementos más activos de la protesta popular. En suma, lejos de ser un movimiento de nobles, jesuitas y vagabundos, tal y como en su día sostuvieron nuestros ilustrados, el motín de Madrid estuvo protagonizado por sujetos que constituían un excelente corte transversal de su población trabajadora, algo que –por lo demás- concuerda con la extracción social de quiénes protagonizaron las principales revueltas urbanas acaecidas en la Europa del siglo XVIII.

Recuadro 2
El zapatero y el rey

Hacia las cinco de la tarde del 24 de marzo, una comisión de los amotinados llegó al Palacio Real acompañando al padre Cuenca, quien portaba el documento que recogía las demandas populares; pronto, algunos de estos sujetos se iban a erigir en el rostro visible de la multitud. A este respecto, diversas descripciones nos hablan de un viejo maestro zapatero que llevaba puesto el atuendo de su oficio y del cual omiten su nombre: nos encontramos ante una persona dotada por su edad de gran experiencia, probablemente alfabetizada y acostumbrada a tratar con el público. Su presencia al frente de la delegación tampoco es casual, pues los oficios dedicados a la elaboración y reparación del calzado daban empleo a muchos artesanos; además, los zapateros madrileños, lo mismo que muchos de sus colegas europeos, tenían una merecida fama de independientes, críticos y rebeldes, cualidades que acabaron colocándoles a la vanguardia de los movimientos de protesta en su doble calidad de partícipes y organizadores.

Nuestro protagonista le indicó a Carlos III que debería confirmar las demandas populares en la Plaza Mayor. Al escuchar esta petición, el confesor del soberano señaló que eso era imposible por motivos de seguridad; al igual –subrayó- que entre los 12 apóstoles de Cristo había un Judas que le traicionó, la muchedumbre podía cobijar en su seno a algún exaltado dispuesto a asesinar a su majestad. Lejos de amedrentarse, el anciano y calvo zapatero demostró tener unas magníficas dotes de negociador: muy bien, dijo, aunque no creo que entre el leal pueblo de Madrid haya nadie dispuesto a cometer ese horrendo crimen, bastaría con que la confirmación pública se hiciese desde un balcón de Palacio para que sus súbditos se dieran por satisfechos, a lo cual accedió inmediatamente el rey.


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